Codicia venezolana
Pablo Mora
Mientras disfrutábamos del extraordinario libro “
Generalmente conocemos la primera parte de la leyenda, mas no la segunda. En efecto, Midas recibió de Dionisio el poder de que todo lo que tocase se transformara en oro. Y, así, una mesita, un granito de uva, un poquito de agua, de pan, de carne, un traguito de vino, todo lo que tocaba… hasta su hija Zoe… todo, todo, se le fue convirtiendo en sólida materia de oro. Hasta que suplicó a Dionisio que ya tenía lo que quería, que no quería el oro, que sólo quería abrazar a su hija, sentirla reír, tocar y sentir el perfume de sus rosas, acariciar a su gata y compartir la comida con sus seres queridos. “¡Por favor, quítame esta maldición dorada!” Dionisio le susurró al corazón: “Puedes deshacer el toque de oro y devolverle la vida a las estatuas, pero te costará todo el oro de tu reino” y Midas exclamó: “¡Lo que sea! ¡Quiero a la vida no al oro!” Dionisio entonces le recomendó: “Busca la fuente del río Pactolo y lava tus manos. Esta agua y el cambio en tu corazón devolverán la vida a las cosas que con tu codicia transformaste en oro”. Midas corrió al río y se lavó las manos en la fuente, agradecido por esta oportunidad.
Gran alegría le proporcionó a Midas el observar que la vitalidad había retornado a su jardín y a su corazón. Aprendió a amar el brillo de la vida en lugar del lustre del oro. Esto lo celebró regalando todas sus posesiones y se fue a vivir al bosque junto con su hija en una cabaña. A partir de lo ocurrido, jamás dejó de disfrutar de la auténtica y verdadera felicidad.
Ciertamente, una cosa es transformar todo en oro; otra, atascarse con todo el oro. La leyenda del rey Midas subraya la tragedia inevitable cuando la verdadera felicidad no es reconocida. Por suerte Midas reconoció su error a tiempo y pudo revertir semejante situación. Mutatis mutandis, la codicia venezolana del petróleo, no sólo nos ha llevado a una soberana esclavitud; sino que superada esta era, los tiempos evocarán este oro negro como un ave rapaz que ocultó la lumbre de los árboles, las frondas y las cosas. Como un devorador de sementeras que dejó sin aliento los sueños de los surcos de los bueyes. Como el más avaro de los dioses de barro que por querer trepar el firmamento, consumido por las más fulmíneas hogueras, consiguió el más horrendo alcatrazo de la muerte hasta caer en el abismo de los mares, de donde viene toda vida y a donde va todo sol.
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