sábado, 22 de junio de 2013

A solas

A solas Cada vez nuestra vida suena menos, la aturden los presagios de las horas, la embelesan los ritos de los pájaros, las tardes se la llevan a la noche, Hay un faro, una luz, unos candiles reflejando la rosa presagiosa, un puerto como barca estremecida, unas velas que esperan por el viento. Tres cosas nomás entre los rincones, el sueño ya añorando la partida, un hombre allí abandonado, solo. Cuenta la arena de la sombra yerta de manos del asombro vespertino, un hombre a solas yendo hacia el misterio. Pablo Mora Las Acacias, junio de 2013

jueves, 20 de junio de 2013

Une tu mano

Une tu mano
Pablo Mora El supremo hizo al hombre, igual el hombre a Dios. Por entre enmarañados cortinajes cosió sus sueños. Lentamente todos las veredas fueron nuevas. De las manos hamacas capelladas, pampas y montañas en colosal carrera victoriosa. Monturas, cangilones, ventanuras salieron de las manos. Alforjas, flechas, arcos, garabatos para asir las esperanzas los debemos a las manos. Las jarras, los chorotes, la escoba y el pollero —la mochila—, tambores, furrucos, bandolas, requintos, zambombas, cuatros y guitarras a fuego y sombra van con nuestros sueños que hacen nuestras manos. Nuestra primera vasija fue la mano. Regamos nuestra cara y a andar echamos. Venimos de las manos, con ellas vamos. Sólo nos falta hacer al hombre con las manos. Mancha de sangre zurcida, sombra zurcida de noche, asombro, insomnio zurcidos de sangre, mano a mano, juntamos cantos, telas y palabras, empatamos zurcimos el espacio. Primero fue la aldea, quien nos dio su mano. O la tierna luna que alumbraba. Luego la maestra de la primera plana. Y, así, la de quinto y sexto. Hasta que llegó la amiga con sus tiernos ojos, con sus dulces manos. Ya en la universidad, manos nos sobraron. En los escarceos políticos de nuestra juventud, íbamos de mano de los sabios. Saltamos a la vida, con un titulo en la mano. Fuimos, llegamos, regresamos asidos de alguna mano. Siempre vamos de la mano, con la mano. El hombre es un ángel con una sola ala, que requiere del ala del hermano, madre, padre, amigo, para llegar, para volar, para existir, para ser. Nos lo recuerda el poema “Humanos de un ala” de Oscar René Mendoza Vizcaíno, quien nos insiste en que todos aprenderemos a respetarnos y a no quebrar la otra ala, la de la otra persona, porque podemos estar acabando con nuestra oportunidad de volar. Ciertamente, nadie es nadie ni hace nada por cuenta propia. Una como fuerza, tentación, llamada, nos lleva a hacer lo que hacemos. Convencidos de que todo lleva directamente al encuentro humano, la solidaridad humana, la comunión humana, el diálogo humano, concluimos en que el amor —la fraternidad— es, indudablemente, la clave del existir, de la existencia: sin el otro, nada seríamos. Y hasta cabe preguntarse si el “ala” tachirense de nuestra conversación, la expresión que se usa como apelativo cariñoso para dirigirse a alguien, entre nosotros, nos lleve a pensar que el hombre no sea más que ala. Un ala para acompañar al otro. Y así cuando nos saludamos, por ejemplo: ¡Qué tal, ala! o cuando nos despedimos: ¡Nos vemos, ala! no estemos sino haciendo honor al ala que somos o a la que necesitamos mientras existimos. Uno no es más que la suma de eslabones surgidos en el camino de la vida. Todo nos remonta al poema “Revolución” de Gonzalo Arango: Una mano / más una mano / no son dos manos / Son manos unidas / Une tu mano / a nuestras manos / para que el mundo / no esté en pocas manos / sino en todas las manos

Cuando haya que recordarla

Cuando haya que recordarla Pablo Mora Cuando haya que recordar el limonero henchido de recuerdos de la primera casa perdida entre la fronda. La tristeza de las piedras que hospedaron las leguas de las mulas. La aldea, la siempreviva, el amor ardiente, los caminos, las veredas. Los borbollones del río crecido en la cintura de los sueños. La calle donde la vida se quebrara en dos, de viaje hacia la nieve. Las locuras mayores de la infancia. Las golondrinas, arrendajos, gonzalitos y turpiales. El primer barquito echado en la quebrada. Las cinco de la tarde, cuando nos guindamos de una estrella. La sopa de frijoles o el piquillo de pescado. Cuando haya que recordar el primer llanto anudado en la garganta. El latido emergiendo del postigo. La lluvia, la floresta, la neblina. La orfandad, la sombra, los zarzales. El fogón tiznado del olvido. Los místicos rebaños. Los riscos, los soles, las madejas, los regresos. El abrazo bañado por la luz del candelabro. La soledad de nuestro sino. La vieja casa, refugio de penas y alegrías. Cuando haya que recordar que fuimos a pesar del mundo y sus caprichos; que entre la noche de la guerra, del hambre y de la muerte, como gota de lluvia deshojada, la sombra de una casa nos aguarda al pie de un árbol encendido en llanto. Cuando haya que recordar su caspiroleta, su risa, su sonrisa y coscorrones. Su ceño donde escondía su gracia y su fiereza niña, la infinita lejura, el horizonte. Su celo para que nadie llegara a contagiarnos. Su usted sí es. Váyase a dormir temprano. Mucho cuidado. Que Dios lo bendiga y lo haga bueno. No regrese tan tarde. Córtese ese pelo, esa barba, esos bigotes. Cuando haya que recordar sus repisas, aderezos y corotos. Sus materos, sus flores, sus almohadas y pañuelos. Su alma, sus besos, su gracia, su alegría y su tristeza. Cuando haya que pulsarle la cuerda a la esperanza. O recordar a la hermana de la lumbre en su ternura, desmoronando la angustia de los hombres, manteniendo su pulso en plena llama ante la dura ramazón del odio. A la camarada de siempre, jornalera. Cuando haya que recordar que se llamó Josefa Teresa sin que casi los jardines la advirtieran. La plana primera con que apostabas con el tiempo tus cabellos; la clineja que arropaba tu garganta niña y el aire despeinando el sueño. Tu ternura, tu donaire y tu sonrisa. Tu mirada en lontananza en busca del lucero. El carriel, las zapatillas y la canastica tricolor, multicolor, guindando oronda en tu cintura. La niña que contigo anduvo, el padre que te compró el primer anillo, los tantos besos que te brindó el Sol, las tantas lágrimas que te largó la vida. El niño que te hizo madre, el pobre que apiadó tu gracia, el lirio que alzaste en tu jardín. El día del pobre, el día del niño, del hombre que gime entre la guerra, que muere en el desierto o tirita en la trinchera; que a tientas busca el pan; que roba entre los hombres, que grita Libertad; que tiene hambre, maldice, se ahoga y se arrepiente; que respira, se abotona y se santigua. El Día del Hombre, del hombre que te trajo para que conocieras a tu madre por la risa. Del niño que estuvo en tu mirada y ahora navega por el mundo vuelto trizas.

Cuando haya que recordarla

Cuando haya que recordarla Pablo Mora Cuando haya que recordar el limonero henchido de recuerdos de la primera casa perdida entre la fronda. La tristeza de las piedras que hospedaron las leguas de las mulas. La aldea, la siempreviva, el amor ardiente, los caminos, las veredas. Los borbollones del río crecido en la cintura de los sueños. La calle donde la vida se quebrara en dos, de viaje hacia la nieve. Las locuras mayores de la infancia. Las golondrinas, arrendajos, gonzalitos y turpiales. El primer barquito echado en la quebrada. Las cinco de la tarde, cuando nos guindamos de una estrella. La sopa de frijoles o el piquillo de pescado. Cuando haya que recordar el primer llanto anudado en la garganta. El latido emergiendo del postigo. La lluvia, la floresta, la neblina. La orfandad, la sombra, los zarzales. El fogón tiznado del olvido. Los místicos rebaños. Los riscos, los soles, las madejas, los regresos. El abrazo bañado por la luz del candelabro. La soledad de nuestro sino. La vieja casa, refugio de penas y alegrías. Cuando haya que recordar que fuimos a pesar del mundo y sus caprichos; que entre la noche de la guerra, del hambre y de la muerte, como gota de lluvia deshojada, la sombra de una casa nos aguarda al pie de un árbol encendido en llanto. Cuando haya que recordar su caspiroleta, su risa, su sonrisa y coscorrones. Su ceño donde escondía su gracia y su fiereza niña, la infinita lejura, el horizonte. Su celo para que nadie llegara a contagiarnos. Su usted sí es. Váyase a dormir temprano. Mucho cuidado. Que Dios lo bendiga y lo haga bueno. No regrese tan tarde. Córtese ese pelo, esa barba, esos bigotes. Cuando haya que recordar sus repisas, aderezos y corotos. Sus materos, sus flores, sus almohadas y pañuelos. Su alma, sus besos, su gracia, su alegría y su tristeza. Cuando haya que pulsarle la cuerda a la esperanza. O recordar a la hermana de la lumbre en su ternura, desmoronando la angustia de los hombres, manteniendo su pulso en plena llama ante la dura ramazón del odio. A la camarada de siempre, jornalera. Cuando haya que recordar que se llamó Josefa Teresa sin que casi los jardines la advirtieran. La plana primera con que apostabas con el tiempo tus cabellos; la clineja que arropaba tu garganta niña y el aire despeinando el sueño. Tu ternura, tu donaire y tu sonrisa. Tu mirada en lontananza en busca del lucero. El carriel, las zapatillas y la canastica tricolor, multicolor, guindando oronda en tu cintura. La niña que contigo anduvo, el padre que te compró el primer anillo, los tantos besos que te brindó el Sol, las tantas lágrimas que te largó la vida. El niño que te hizo madre, el pobre que apiadó tu gracia, el lirio que alzaste en tu jardín. El día del pobre, el día del niño, del hombre que gime entre la guerra, que muere en el desierto o tirita en la trinchera; que a tientas busca el pan; que roba entre los hombres, que grita Libertad; que tiene hambre, maldice, se ahoga y se arrepiente; que respira, se abotona y se santigua. El Día del Hombre, del hombre que te trajo para que conocieras a tu madre por la risa. Del niño que estuvo en tu mirada y ahora navega por el mundo vuelto trizas.

domingo, 9 de junio de 2013

VUELO DE TURPIALES

VUELO DE TURPIALES Entre los vaivenes del dolor la huella, la memoria imborrable de unos angelitos De lo alto de la cumbre y la neblina volaban los turpiales a sus nidos; viajaban en amores confundidos en busca de su vida peregrina. Contaban con su suerte cristalina, con sus cantos de amor estremecidos; soñaban con sus sueños escondidos al pie de la enramada campesina. De pronto un viento tropezó en raudales y en brusco giro les truncó su canto, su vida y su ternura y su alborada. Y en un vuelo de cóndores zagales consiguieron a Dios en pleno llanto llorando por su tierra destrozada. Pablo Mora 9 de Junio de 1984