martes, 4 de mayo de 2010

Carta Abierta








Carta Abierta


Al Arquitecto Luis Arturo Mora Neuville



Hijo, un buen comienzo es la mitad del andado, nos lo recuerda el oriental. La verdad es que con el prólogo fotoarquitectónico que diste a tu Grado, has echado adelante la mitad de tu camino; has lanzado a los cuatro vientos la luz de tus planes, lejumbres y esperanzas. Como recordara nuestro Rector nada termina mientras se esté intentando. Intentar, crear, sobrevivir, he ahí la clave. Intentar: poner a prueba nuestro empeño, nuestro amanecer. Crear: sabernos presentes en el acecho cotidiano del relámpago. Sobrevivir: el reto permanente. Ir, entonces, palabra tras palabra, disparo tras disparo en soplo de aire con poder de creación. Fijarnos cada día nuevas metas. Superar las ya cumplidas. Atisbar el porvenir cuando venga de regreso. Saber que la guerra de por vida nos circunda y circundará. Apuntalar la paz mientras podamos a pecho descubierto. Sentir que la verdad reposa en nuestro ser y muy adentro. Confiar en el anónimo trabajo colectivo, el que ha de asegurarnos la victoria. En tu caso, Arturo, sentirse estrella cada día, tarde, noche, amanecer. Pulsarle la cuerda a la esperanza en busca de un pedacito más de vida. Seguir con el hermano, los hermanos; cruzar corrientes, tempestades, huracanes, hasta dar con el confín del alba, tras un amanecer que al fin alumbre un día con la noche esclarecida de azul mañana que la fe vislumbra. Hemos hablado de la guerra, de la paz y sus costumbres. La guerra, infatigable, impertérrita, persiste entre los hombres. La paz, apenas si entendemos, atisbamos, definimos. Mientras el orbe entero se empecina en la más horripilante hecatombe de los tiempos, no queda sino pertrechar la Paz, enarbolarla, desplegarla al voleo en todas las aldeas, en todos los caminos. Una mañana entre la Europa, que de niño conociste, ante la rosada inocencia de una niña rezagada en los andenes, nos sorprendiste al disparar tu primer retrato fotográfico, fue cuando dijiste: Amor, por qué no puedes caminar como una hoja. Después, no sé cuando, reafirmaste: A mí me gusta la belleza; no, la realidad. Lo que a nosotros con Einstein se nos hizo: A mí me basta con sentir el misterio de la eternidad de la vida, ser consciente y tener el presentimiento de la admirable construcción de todo lo que es, luchar activamente por alcanzar una parcela, por mínima que sea, de la razón que se manifiesta en la naturaleza. Hijo, cuando no entiendas a los hombres, mira las estrellas, bien fijos los pies sobre la tierra. Aldebarán, tu hermano, alguna vez con Nietzsche, nos recordaba: Mi naturaleza está hecha para dejarse atormentar largamente a fuego lento; ni siquiera entiendo de la cordura para perder allí el entendimiento. A veces corre por mi cabeza el presentimiento de que propiamente vivo una vida altamente peligrosa. Con todo, a pesar del nietzscheano vive peligrosamente, la vida ha de ser acción, lucha, combate, necesidad de fe y de fe combativa en el hombre, la palabra y sus retos. Lo que importa es la eterna vivacidad, la vitavirilidad, la vida. La afirmación de la vida. El ser uno mismo. Por encima del miedo, la compasión, el descontento, la rabia o la ternura. El asunto es acompañar la vida a sol y sombra, donde sea preciso; saber de donde nos sacó el hechizo y contar con la última embestida. No importa el llanto o la final salida, la vida es solamente el compromiso de estar donde la vida misma quiso: al lado de la vida de por vida.


Pablo

La Moraleja, 19.12.03








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