viernes, 27 de abril de 2012
Catorce lustros
Pablo Mora
A catorce lustros de luz, cargo entre mis ojos el primer reverbero, todavía azulando mis insomnios. También el corredor desde donde veía pasar las recuas camino a las haciendas. El camino real donde, pajarito entumecido, escondía mis nervios mientras pasaba el toro desgaritado hacia el matadero. La rueda con que acortaba el tiempo en los mandados. El animalito que espanté en alguna de mis veredas. El tremendo susto cuando salí corriendo por las calles de mi pueblo, creyendo haber contraído enfermedad mortal. El atrio de la Iglesia donde barajaba mi destino entre milicia o sacerdocio. La tarde en que cogí camino con mi madre para nunca más tornar a casa apenas a los doce años. Las locuras, letanías y latines del Seminario. La monjita española que lucía tanto camino del altar. La noche en que me sugirieron colgar los hábitos por muy enamorado. Los doce años bajo el mismo techo descubriéndole a la sombra su abecedario. El Martes Santo, por la Calle 4, cuando de tarde me fui en busca del amor y me encontré el Monumento de la Francia. La estela vespertina, cuando dejé a mi novia y a mi madre camino del mar para alcanzar la nieve. Los dos años en el Alpe, allá en Turín, templándole la cuerda a la esperanza. El grito del Mayo Francés 68 junto a mi puerta. Los dos años nevados en Monza. El encuentro con Teresa de Jesús, haciendo el amor con Dios —o a Dios— gracias a Bernini. María quinceañera, Virgen, haciendo el amor con Jesús —o a Jesús— a los ojos de la tarde, gracias al piadoso Miguel Ángel. Giulio Girardi queriendo encuadrar a creyentes y no creyentes desde una y otra fábrica, haciendo brotar la fe de la praxis revolucionaria. Ernesto, el Che, desfilando como Pedro por su casa en calles italianas. Fidel, “el que encendió la historia y se lanzó de cabeza contra el dolor contra la muerte”. Simón, el tal Bolívar, un nudo más en el alambre de la historia. El burundés, enseñándome que el campo es el rey. El camerunés, que el campo no es de uno solo y el gol, de todos. Un junio sentí pasar el tiempo a ras de piel. Otro día oí que sollozaba mi lamento. Fui amaneciendo en muchos puertos. Lejos de los bajeles de la infancia. En medio de hojarascas y desiertos. Cerca de la tristeza trashumante. Bajo un trémulo sol de cafetales. Oí amanecer el Mediterráneo. Vi gatear al Sol sobre las aguas. Supe de maldad, locura y mezquindad humanas. Con pavor, por cinco lustros, entré y salí de muchas aulas, donde el canibalismo torpedeaba a cada instante; donde incertidumbre, inseguridad, desconcierto, apremio, sumisión, a sus anchas galopaban. Tan sólo en un gracioso, apacible bosque mis morrales, mis versos, escondí por un par de años. Libre ya de ataduras, de horarios, presiones y prisiones, conmigo voy arreando sueños, horas, “pasando el tiempo a la orilla del mundo”. La aldea sigue guindando en mi conciencia como la música del Alpe en mi nochura. Las notas del camino persiguiendo asombros. El amor acurrucado estruja el mediodía que falta. La lluvia sabe mi tristeza. La muerte no ha inventado nada. Sólo marcha la guerra por los lados. Un vaivén de enredos sepulta la victoria. La guerra agazapada reta la esperanza. En grito eterno el hombre implora Paz tras los pálidos ojos de los dioses. Sigo en abril, seguro de que existo. En Sombra Antigua. En Sangre Zurcida. Limito por el norte con mi madre. Por el sur con la luz de mis luceros. Por el oriente azul con mi mujer. Por el oeste con el mundo entero. Y no he podido limitar conmigo. Sólo sé que en cinco formas verbales cabe el trajín del hombre sobre tierra: hundirse, hurgarse, ser, sentirse, serse... más eso de los meses y aquello que regresa de los años.
pablumbre@hotmail.com
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