WILLIAM NAVARRETE: VERSOS QUE
REINAN SOBRE LA MUERTE… Y EL FRÍO
por
Lira Campoamor
EDAD DE MIEDO AL FRÍO
Cádiz, España, Advana Vieja, 2005, 76 págs. (Col. El Camino de Sevilla)
ISBN 84-934095-3-7
“Ah, que tú escapes en el instante
en el que habías alcanzado tu definición mejor”
JLL
Me gustaría imaginar que William Navarrete me ha extendido su poemario porque sospecha lo sensible que soy a las palabras arrojadas con deseo, al miedo sosegado que se filtra en un verso, al ritmo que late en el esfuerzo enorme por construir un soneto, a la ambigüedad, la vehemencia, la exaltación, la osadía, al “lo hago porque no puedo hacer otra cosa”, al “no puedo ni quiero hacer otra cosa”, en un mundo donde la razón científica amenaza con destruirlo todo. Me encantaría pensar que William Navarrete me invita ahora a leer sus poemas porque intuye que con la misma fuerza con que respeto la opinión oficial, a los poetas de escuela, a los expertos, críticos literarios y a otros criminales de la poesía, con esa misma fuerza, me dejan olímpicamente indiferentes y tan vacía como una concha de peregrino en una mesa francesa.
No voy entonces a evocar la innegable gracia literaria de William Navarrete, ni su destreza para construir el espeso tejido de un verso, ni su capacidad formal para levantar las hermosas columnas-imágenes de sus emociones más profundas, ni sus posibles traspiés poéticos, ni del reverso en su exaltación constructiva. No. Otros creen estar ahí para hacerlo y lo harán, supongo, mucho mejor que yo. Sólo vengo a compartir el increíble viaje que como lectora –y poeta– Edad de miedo al frío y otros poemas (Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2005) del escritor cubano exilado en París, William Navarrete (Cuba, 1968), acaba de ver la luz y que presentamos hoy desde la capital de Francia.
Para ello he dividido mi acercamiento en lo que a mi juicio son los tres ejes temáticos de la poesía que asoma en Edad de miedo del frío: el mar, la ciudad y los espacios-gentes.
1- El mar
“Violaste el secreto de tu mar, ciudad perdida…” / “Divagas en lo denso de la niebla…” / “Tus pasos inseguros sobre el agua…” (Bucentauro)
“Marea del peñasco, encaje de la luna…” / “Ola cabalgando sobre una silla de almejas…” / “salina transparencia de las aguas con que inundas la bahía donde se hunden para siempre las estrellas.” (Mareas de San Miguel)
“Si no mueres, errarás sobre las aguas” / “Hablarás a solas creyendo al pez que finge amarte…” / “flor de sal, arena…” (Manjar de dioses)
“Yo contemplaba en los nichos derruidos de Bizancio…” / “el tálamo de piedra suspendido en el litigio incesante de las olas” (Medusa en la cisterna de Estambul)
“Me he mirado en el espejo de tus aguas al paso de las barcas” (Gran Canal)
Digo mar, pero escuchen agua: agua salada, agua estancada, agua que corre, agua que muere, agua dulce que baja las lomas y se rinde en una playa. Si cierro los ojos puedo dejar que mi cuerpo viaje en todas esas aguas-océanos que Navarrete brinda. Tanta materia acuática me permite, como lectora, deslizarme en un mundo grávido donde flotar sí es permitido. Cuando el poeta habla de mar tendremos que oír agua y reconocer sin equívocos los puntos geográficos que emocionan su verso: Venecia, el Monte San Miguel, el estrecho del Bósforo, La Habana o el mar abierto que Navarrete podía ver desde la ventana de su casa. Sin embargo, no sé por qué, cada vez ese mar me suena a mí, que vivo en una ciudad donde ni siquiera se le oye lejos, a la playita de Santa María a donde iba cada domingo de infancia. ¿Y qué tendrá que ver esa playita del Este de La Habana con el Gran Canal majestuoso de Venecia o con las impetuosas mareas de Bretaña? ¡Y qué sé yo!
2- La ciudad
Cuando Navarrete escribe “procura llorar mucho ciudad” (Ciudad); o “fruta seca, extinguido aroma, perla, Habana” (Manjar de dioses), está abriendo las puertas de lo que por el momento sólo es visible en mi memoria: mi ciudad querida de La Habana. El poeta orienta su brújula hacia lo invisible y llora haciéndome llorar con su transparencia. Salta el muro de atrás de la casa aprovechando la oscuridad de la noche y arranca una orquídea (que Proust llamaba una “catleya”) y deja, en cambio, sólo unos versos: “ofrécele tu flor a quien ignore, por qué me has dedicado una elegía.” (Elegía sin flor).
Cada ciudad visitada, cada rincón de reposo, me trae, e ignoro por qué, una racha de aire marino habanero. No hay plenitud más cabal que el intercambio de lo oscuro y de la luz, y desde mi oscuridad todas las ciudades que Navarrete imagina las veo, las siento, con el brillo-reverberación de La Habana después de un aguacero.
Su ciudad es mi ciudad, su ciudad llorada es mi ciudad llorada, latido con latido, espesor con espesor, hendija tras hendija, y tocarla a través de su emoción particular es aligerarme de una carga doble: la tristeza y el exilio.
3- Espacios y gentes
En mis innumerables viajes de lectora siempre me han llamado muchísimo la atención los exergos y las firmas, esas pequeñas didascalias que revelan tantos secretos del mundo del poeta, de sus lecturas, de sus viajes.
Cuando Navarrete escribe en exergo “Oh, ne blasphème pas, poète, et souviens-toi? / Verlaine, Hombres” y firma después “Venecia, 1999”, mi tensión arterial sube un escalón. ¿Cómo lo descubrió? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿Qué hacía en…? ¿Cómo llegó a…? ¿Qué lo motivó? Consumidora insaciable de libros soy y podría llenar páginas y páginas de interrogantes que casi nunca tienen respuestas porque la mayoría de las veces, aunque conozca al autor, no me atrevo a preguntarle (a inmiscuirme) en los meta pretextos de su inspiración, de su verso, de su vida.
En este libro de viajes, la imaginación y la sensibilidad van tomadas de la mano y el poeta en toda su dimensión de persona, como sólo saben hacerlo los niños antes de contentarse con lo simple, antes de que olviden cómo se hace una pregunta tonta antes de convertirse en adultos, se maravilla, y se extasía.
Y así voy con Navarrete por el Mont-Saint-Michel, Rocamadour, Constantinopla-Bizancio, Granada, la griega Monemvasia, la alpina Beuil-Les Laumes, el París de sus vivencias actuales, La Habana de sus memorias y olvidos.
Digo firmas y diciendo exergos cito a María Elena Cruz Varela, a Reinaldo Arenas, a Gertrudis Gómez de Avellaneda, a Ramón Alejandro, a Néstor Díaz de Villegas, al pintor Gustavo Acosta, a Severo Sarduy y a Néstor Almendros amantes de efebos, a Julián del Casal admirador de Gustave Moreau, a José White y su bella cubana, a Agustín Cárdenas y su amenazante cincel, a Dulce María Loynaz in memoriam, a Gastón Baquero. También a Colette, al aventurero Robert de Baal, a Verlaine (que infiere a Rimbaud), al último califa de Granada, a Pierre Loti, a Jean Genet, a Guillaume de Villehardouin (rey de los francos en la Magna griega)… Y me doy cuenta dónde está el regalo más bello de Edad de miedo al frío: la poesía de William Navarrete me gusta porque además de todo lo ya dicho, amamos a los mismos poetas, nos nutrimos en las mismas fuentes y no nos ruborizamos al contarlo.
Esta mañana mi hijo que me veía en estos placeres del verso me preguntó: “Mamá, ¿y para qué sirve la poesía?”, y entonces el poeta venezolano Pablo Mora me ayudó, con sus versos a responderle: “Para mantener abierta la palabra / para reinar sobre la muerte… / para sacar la flor de las cenizas…”
París, 25 de enero de 2005.
Lira Campoamor nació en La Habana, Cuba (1962). Estudió dramaturgia en el Instituto Superior de Arte de La Habana, donde fue conferencista entre 1985-1993. En Francia obtuvo la licenciatura en Civilización y Literatura Hispano-americana, en la Universidad de Vincennes-Saint Denis. Es autora del cuento "La Suplente", con el que resultó premiada por el "Juan Rulfo", 1998, que otorga Radio Francia Internacional. Ha publicado Baby sitting, cuentos (Ed. Linajes, México, 1999). Entre sus piezas de teatro se hallan Historias con horcas (1993, monólogos), Bebé a bordo (1997, teatro para niños) y Cabaret para marionetas (1995). Es autora del poemario Una, mujer pasa. En el 2002, en París, fundó Gestar, una asociación de producción y difusión de teatro de marionetas. Reside en París desde 1993.
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