jueves, 22 de abril de 2010









La vida de los libros
Pablo Mora

A nuestros lectores, una página emblemática, digna del mejor encomio, de Eduardo Carranza, admirable caso de una vida consagrada, por entero, a la poesía, con un fervor incomparable.
“¿Quién dijo que la ciudad de los libros era una muerta ciudad, un amarillo panteón? Habría que olvidar el atractivo casi femenino que esos breves cuerpos de papel ejercen, tiránicamente, sobre nuestro cerebro y nuestro corazón.
¡Qué rumorosa, palpitante vida, la de una asamblea de libros! ¡Qué trémulo concierto de voces, de músicas, de silencios, en el ámbito de una biblioteca! Algunos, entre los que la habitan, hablan con seca entonación doctoral explicando las razones del mundo, los problemas del tiempo, del espacio, de la inmortalidad; otros se congojan de la fugacidad y de la muerte; cantan aquéllos en voz baja, humedecida de voluptuosa ternura; otros narran, sin fin, un cuento melancólico como la flauta de Satán; se alza aquél, paladín de la verdad y la justicia; otros suspiran y sonríen en tenue prosa menor; ése, en un rincón solitario, medita con la frente inclinada; éste vuelve su rostro hacia Dios; ése y ese otro se enfrentan, ceñudos, en acerada polémica; aquél danza entre la llama jocunda de la vida; otro disuelve en el aire el filtro de los sofismas encantadores; uno dice con caliente voz el siempre nuevo CANTAR DE LOS CANTARES y otro llora, nostálgico y dolido, sobre la ruina de los sueños y los amores, sobre la vanidad, inanidad y futileza de las cosas. Y ese otro, la mano en la mejilla, meditabundo, como el soñador de Azorín, escucha la respiración del abismo, es decir, de nuestra conciencia, o se asoma a lo angustioso, lo hermoso, lo tenebroso y enardecido que subyace en nuestra sangre, nuestra alma y nuestro sueño.
Tal vez, a media noche, cuando los hombres duermen bajo el cielo, viven los libros –como en un cuento de Andersen– sus existencias feéricas. Y descienden de sus callados aposentos y, en delirante confusión, discuten, predican, monologan, relatan, meditan, sueñan, cantan. Y cuando el alba pone su gajo de luz en el balcón y el gallo alza la cresta de su canto, regresan presurosos a las estanterías, se aquietan los negros diablillos de las palabras; y los libros duermen, a su turno, esperando unas finas manos, unos ojos enamorados, una frente absorta, una mirada ansiosa o fatigada que los despierten y encuentren dulce su compañía bajo la lámpara y su luz a media voz.” (Eduardo Carranza)
Así la vida secreta de los libros, la misma de la poesía: “La poesía circula, va y viene en la mochila del estudiante o en los ojos de la muchacha, y en los vientos y caminos impensados. Avanza o baja o retrocede (según de desde donde se la mire). Nada la detiene, ni el valor del timbrado del correo, que poco entiende de poesía, de libros, de cultura, y sólo sabe sumar… tampoco la detienen las viejas vallas para entrar a librerías, a universidades, ni otros cercos. Ella fluye paciente, inconmovible. Es como un agua, como un aire, desde siempre, y ahí va… No deja de ser un camino, ni puede dejar de serlo. La vida siempre quiere ser; es su destino (qué falta haría si no la poesía), y cuando lo hace es un brote plural, natural y un encuentro.” (Carmín).
pablumbre@hotmail.com




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