jueves, 1 de abril de 2010

MEDITACIÓN DE LAS SIETE PALABRAS







2010
AÑO SACERDOTAL



SEMANA SANTA




+MARIO MORONTA R.
Obispo de San Cristóbal.








MEDITACION DE LAS SIETE PALABRAS

1. INTRODUCCIÓN.

En la Cruz se realizó la mayor ofrenda sacerdotal de la historia. Allí, con sus brazos clavados pero abiertos en un gran abrazo a la humanidad, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza estaba ofreciéndose, a la vez, como víctima propiciatoria. Con su sangre derramada hasta la última gota, cual Cordero Pascual, estaba sellando la nueva alianza: esa que transformaba el corazón de piedra en el corazón de carne, donde se escribiría la ley definitiva, la del amor y de la salvación de cada ser humano.

El sacerdocio sumo y eterno de Cristo, nos enseña la carta a los Hebreos, es causa de nuestra salvación. El pecado y la muerte son derrotados. Surge así la victoria de la nueva creación, que con la resurrección, tres días después, hará explosión de luz y de vida para siempre. Horas antes, en el cenáculo, el ahora Crucificado instituyó el sacramento de la nueva alianza, el de su cuerpo y de su sangre, vínculo de unidad y de amor. Con él, en tradición transmitida de generación en generación, el pueblo de la nueva alianza podría seguir haciendo memoria viva del evento pascual. Para ello, como lo hemos meditado el pasado jueves santo, también el Señor instituye el sacramento del orden sacerdotal. Así se aseguraba en el tiempo de la humanidad y de la Iglesia que todos pudieran celebrar y participar del banquete del amor eucarístico.

El que había sido reconocido como profeta y maestro por excelencia, que además se había auto presentado como la Palabra reveladora del Padre Dios, ahora cumplía todo lo que se había anunciado en el antiguo testamento. Por eso será siempre reconocido como el verdadero profeta, pues su Palabra se cumplió de verdad al realizar la voluntad salvífica de su Padre Dios. Y lo hace ejerciendo el Sacerdocio definitivo: el que ofrecía una víctima especial –su propia vida- para conseguir la salvación de la humanidad.

Quien se había dado a conocer como el Pastor Bueno, ahora estaba demostrando que su amor era auténtico y sin límites, al dar la vida por sus ovejas. Es el pastor que no huye ante el enemigo, ya que no era un mercenario: es el pastor herido de muerte para que todos puedan tener vida en abundancia. Es el pastor que ofrece, como Abel, lo mejor que tiene, para rendir el mayor culto de alabanza a Dios.

Es el Crucificado, quien actuaba como un verdadero santificador de los suyos: fruto de su entrega es precisamente conseguir que los seres humanos pudieran ser de verdad santificados. De allí que con su entrega redentora lograra convertir a los seres humanos en hijos del Padre Dios. El mismo que había pedido al Padre horas antes que consagrara a los suyos en la verdad, derribaba el muro de división creado por el diablo, para hacer de los seres humanos auténticos hombres nuevos.

En la Cruz, Cristo se muestra verdadero sacerdote. No es un episodio anecdótico de un gran hombre. Es la prueba final y radical del amor del pastor-profeta-santificador que cumple con la misión redentora que ha recibido del Padre. En la Cruz, Cristo se manifiesta como el testigo fiel del Padre Dios: delante del Padre entrega junto con su vida a toda la humanidad, para que empiece a disfrutar del fruto de la salvación. Delante de la humanidad, Cristo aparece como el mediador que consigue derribar muros para convertirse en el Pontífice que tiende el puente de su mediación; con él logra restablecer la comunión de la humanidad con el Padre.

Desde la Cruz, Jesús se nos muestra como el verdadero servidor: no el que vino a servir, sino a dar la vida por todos. Es el siervo sufriente que consigue la consolación de la humanidad… Y todo por amor. Es su amor de sacerdote, de pastor bueno, de maestro de la verdad, el que se impone… Y lo hace como ofrenda sacerdotal.

En la Cruz, Jesús pronuncia pocas palabras. En parte, debido al cansancio y el dolor… en parte porque tiene pocos oyentes… en parte porque ya está llegando al fin… en parte porque es su mismo sacrificio la mejor predicación como profeta. Pero son palabras que nos pueden y deben inspirar luces para el camino a seguir. En este AÑO SACERDOTAL, convocado por el Papa Benedicto XVI, les invito a que las meditemos precisamente en clave sacerdotal: son palabras sacerdotales pronunciadas por quien se mostró en la Cruz como el Sacerdote de la nueva alianza. Son palabras para ser escuchadas con sencillez y fe. Son palabras del Señor en la Cruz…















2. PALABRAS DE ENTREGA SACERDOTAL.

A.
Todas las palabras de Cristo en la Cruz son importantes. Pero las más definitorias de su misión son las últimas. Con ellas se sellaba el cumplimiento de la voluntad salvífica del Padre y la realización de las promesas ofrecidas desde antiguo. Son palabras de donación plena. Por eso, son palabras de entrega sacerdotal. Era el momento supremo, el de la donación de la propia vida como el pastor bueno por sus ovejas, toda la humanidad.

En un gesto final, el moribundo de la Cruz coloca en las manos del Padre la víctima que ofrece el Sumo y Eterno Sacerdote: su propia vida por la salvación del mundo. Son las palabras de quien confía que la donación será recibida por el Padre Dios: En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu.

Cualquiera podría afirmar que se trata de unas palabras que finalizan una historia como buscando no quedar en el olvido. Sin embargo, son las palabras de quien ha realizado el ofertorio más importante como sacerdote; la víctima propiciatoria que es su propia vida. Lo más hermoso es que el Padre, ante el cual había sentido la soledad y el abandono, recibe en sus manos amorosas, las manos creadoras del universo, la ofrenda sacerdotal que busca ser una mediación para salvar y rescatar a la humanidad. Aquellas manos creadoras del Padre reciben la vida de su Hijo para comenzar la nueva creación. El fruto de esa donación se empezará a comprobar: con la sangre que está derramando desde la Cruz se sella la nueva alianza, y los seres humanos pueden llegar a ser hijos de Dios.

En tus manos encomiendo mi espíritu… Son palabras que sintetizan toda una existencia terrena del Hijo de Dios. Vienen a recordar el amor extremo del Padre quien lo envió para que pudiera salvar a todos los seres humanos. A lo largo de su existencia y ministerio terreno, el Hijo fue preparando este momento. Por eso, fue llamando a quienes estaban con Él, por eso se fue acercando a los más pequeños y pecadores, por eso fue dando a conocer al Padre, por eso está ahora en la Cruz. Aparentemente vencido, pero definitivamente vencedor ante el pecado, el mal y el maligno.

En tus manos encomiendo mi espíritu… El espíritu es la Persona misma de Cristo. De allí que está poniendo en las manos del Padre, representada en la ofrenda sacerdotal, en la víctima del sacrificio, la historia y la vida de toda la humanidad. Ya no hay necesidad de otros mediadores. El auténtico Sacerdote, Jesucristo, pone en las manos del Padre a todos los hombres y mujeres para que sean revestidos de una nueva condición recuperando así la condición perdida por el pecado. En esas palabras también se siente la fuerza de la encarnación del Hijo de Dios: se hizo hombre igual a todos menos en el pecado, para ofrecerse por todos y representarlos en su entrega sacerdotal de la cruz.

Es el momento decisivo para Él y para la humanidad. Por eso, cuando aparentemente ya no hay más nada qué hacer, exclama: Todo está cumplido, todo está consumado. En la entrega de la ofrenda se consigue de una vez el fruto esperado que permite la comunión más estrecha del oferente –la humanidad representada en el hombre Dios- con Dios. Es el momento en que se cumple definitivamente la promesa de los inicios de la historia de salvación. A partir de este instante, no se necesitan más promesas de salvación, pues todo está cumplido, todo está consumado…

Sí, todo está cumplido… entonces, como nos enseña el autor de la carta a los Hebreos, el sumo sacerdote por excelencia se convierte en la causa de la salvación de la humanidad. El que es perfecto nos introduce en el camino de la perfección. Así se nos abre el camino de la novedad de vida que, con la fuerza del Espíritu, la humanidad ha de transitar si quiere alcanzar la plenitud.

Sí, todo está cumplido… a partir de ese instante redentor, cada uno de nosotros ha podido convertirse en el hombre nuevo –mujer nueva- identificado con Cristo. Así adquirimos una nueva condición, la de los hijos de Dios y ciudadanos del cielo. Como nos enseña Pablo, nos sumergimos en su muerte para luego resucitar con Él y así participar de la plenitud de la misericordia del Padre Dios.

Sí, todo está cumplido… para eso ha venido el Salvador al mundo. Para eso, la esperanza alentada por los profetas del antiguo testamento iluminaba el camino del pueblo de Dios… sencillamente para disfrutar de ese cumplimiento por parte del sacerdote eterno, Jesucristo. En su ofrenda y entrega sacerdotal, esta Palabra viene a indicarnos que ya se dio, de una vez por todas, la salvación de la humanidad. Incluso se ha recibido el fruto de esa mediación y entrega sacerdotal.

El todo está cumplido… se consigue con la entrega de Cristo al Padre… De allí que esta palabra de Cristo en la Cruz se conjugue con la otra en tus manos encomiendo mi espíritu. Cumplimiento en la entrega de las manos del Padre que recibe generosamente la víctima sacrificada y cuya sangre sella la nueva alianza.

B.
Al darnos la nueva vida, gracias a su entrega sacerdotal, comenzamos a participar de una realidad también nueva: formamos parte del pueblo de Dios, pueblo sacerdotal. Este pueblo se identifica con el sumo y eterno sacerdote, y sus miembros, gracias al bautismo, se convierten en hostias vivas, sacrificio agradable a Dios. Cada uno de los creyentes discípulos de Jesús son miembros de la Iglesia, que ha recibido de su Señor la misión de evangelizar y realizar el verdadero culto en espíritu y verdad.

En esta línea, al pueblo sacerdotal de la nueva alianza le ha correspondido no sólo anunciar, sino también conmemorar en la cotidianidad de la vida la ofrenda sacerdotal de Jesús, así como los frutos de l dicha entrega sacerdotal. No en vano, el Concilio Vaticano II identificó a la Iglesia como sacramento de salvación. Todo lo que hace la Iglesia es proyección de la acción pascual de Cristo, y como pueblo sacerdotal celebra y proclama con entusiasmo los frutos de la acción sacerdotal de Cristo en la Cruz y con la resurrección.

Por medio del testimonio decidido y entusiasta de los discípulos de Jesús, es posible que muchos comiencen a decidirse por la salvación. Como hostias vivas que se ofrecen continuamente al Padre, los cristianos logran que también tanto ellos como los destinatarios de su misión gocen de los beneficios de la redención. Para ello, por supuesto cuentan con la gracia y el don del Espíritu Santo.

En todas partes y en todo momento, por el compromiso bautismal, los discípulos de Jesús tienen el deber evangelizador de anunciar que todo está cumplido… Y, a la vez, con su decisión y valentía en el testimonio, ayudan a no pocos a conseguir que entren en las sendas de la plenitud, fruto de ese cumplimiento aclamado por Cristo en la Cruz. Es por la caridad y la acción apostólica de los cristianos en comunión dentro de la Iglesia como se va extendiendo las consecuencias del todo está cumplido…

Son muchas las formas de hacerlo, son muchos los métodos que se pueden emplear, pero es con la acción del Espíritu como se logrará todo ello. Por ser fieles a Cristo que los ha asociado a Sí y los ha incorporado en el pueblo sacerdotal, los cristianos cooperan de manera variada para que se siga haciendo sentir la Nueva Creación en el mundo contemporáneo a ellos. El compromiso por la justicia y la paz, así como la continua renovación moral de la sociedad y la promoción de un desarrollo integral, son expresiones de la acción sacerdotal del pueblo de Dios. Pues no sólo permiten que se siga ofreciendo a Dios el fruto de la tierra y del trabajo de los hombres, sino que también se hace sentir en ellos los frutos conseguidos mediante el Sacerdocio de Cristo Redentor. Es una manera concreta de hacer partícipes a toda la humanidad del todo está cumplido.

Por otra parte, en el ejercicio del sacerdocio común de los fieles, como miembros del pueblo de Dios, les corresponde a los creyentes y discípulos de Jesús seguir encomendando y poniendo en las manos del Padre a toda la humanidad. La identificación con Cristo es tal, que los creyentes encomiendan su espíritu al Padre Dios, y así llevan a las manos misericordiosas de Dios las angustias, las esperanzas, los dolores, los anhelos, las dificultades de los seres humanos. Y puestas en las manos de Dios, se afina más y mejor el compromiso de los miembros del pueblo sacerdotal con aquellos más necesitados, los pequeños, los pobres y excluidos, los oprimidos por el pecado del mundo. No es otra cosa sino una consecuencia de aquella palabra de Cristo en la cruz: en tus manos encomiendo mi espíritu.

Por otra parte, así se pone en práctica aquello anunciado por los profetas y asumido por Jesús: misericordia quiero y no sacrificios… Es con el amor actuante de los cristianos, con el que se identifican a Cristo, como se ejerce el sacerdocio del pueblo de Dios. Y hoy, de manera particular, ésta es una asignatura pendiente en la sociedad. Ante el egoísmo y la exclusión de tantísimas personas, frente a la descomposición moral existente y que conduce a muchos a la degradación personal, y que se manifiesta en cantidad de hechos contrarios al designio de Dios, la acción de los cristianos debe ser la misma que el Señor asumió en la sinagoga de Nazaret: dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos, dar libertad a los cautivos, anunciar el evangelio a los pobres y, sobre todo, hacer sentir que vivimos en el tiempo de la gracia, en el tiempo de la salvación.

Para eso, los creyentes se identifican con Jesús y, como hostias vivas que se ofrecen al Padre, encomiendan a sus divinas manos a todos aquellos que buscan la salvación; los que quieren vivir con el ideal de las bienaventuranzas, los que se saben necesitados del perdón y de la misericordia, los que como Zaqueo han conseguido que la salvación llegue a sus vidas y a sus casas, los que como la pecadora arrepentida se deciden a no pecar más… Para ellos y muchos más, el pueblo sacerdotal les ofrece caminos que conducen a las manos amorosas del Padre. Así se cumplen hoy las palabras de Cristo en la cruz: en tus manos encomiendo mi espíritu.

Hoy somos testigos de aquel cumplimiento de la misión y entrega sacerdotal de Cristo en la cruz. Más aún, Él nos ha encomendado la misión de hacerlo sentir en todo momento y lugar. Por eso, para nosotros, como para los cristianos de siempre, cual pueblo sacerdotal que formamos, esas palabras encierran parte de nuestra identidad como discípulos de Jesús. Por medio de nosotros, por nuestro trabajo evangelizador, hacemos sentir al mundo que todo está cumplido… y encomendamos el espíritu de la humanidad en las manos del Padre Dios.




3. PALABRAS DE COMPASION SACERDOTAL.

Por ser mediador entre Dios y los hombres, y por actuar como Pastor bueno que conoce y se identifica con sus ovejas, el Sumo Sacerdote asume los riesgos y las dificultades propias de la humanidad. El Sacerdote, si se identifica con los suyos, conoce no sólo por su nombre a las ovejas, sino que también sabe de sus angustias y esperanzas, de sus dolores y regocijos…

En el momento supremo y sacerdotal de la Cruz, Jesús siente el dolor, fruto del pecado, como nos lo atestigua el libro del Génesis. Dos de sus palabras sintetizan ese dolor que siente el agonizante de la cruz, fuertemente golpeado por sus torturadores y abandonado por los suyos: siente sed de todo lo que pueda darle un consuelo; y experimenta la angustia y el vacío de la soledad. Son palabras que podríamos definir como de compasión sacerdotal: no sólo expresan un sentimiento humano de quien está en la Cruz, sino también muestran su solidaridad con tantos sufrientes de todos los tiempos… precisamente por quienes está entregando su vida.

Tengo sed, exclama el Redentor. Se han acabado sus fuerzas. Ha perdido mucha sangre. No ha comido desde que salió del Cenáculo y el sol es fuerte a esa hora… Pide un poco de agua para tener un poco más de fuerza y soportar mejor el dolor de la cruz. La respuesta no se hace esperar. Pero en vez de agua le dan una pócima amarga, más bien para quemar su garganta y para que no vuelva a pedir nada más…

Tengo sed, exclama quien convirtiera el agua en vino para mantener la alegría de aquellos esposos de Caná. Ahora no hay nadie que le pueda dar unas gotas para calmar sus dolores. Pareciera que es el premio de parte de aquellos que nunca entendieron lo que Él había venido a realizar. Pareciera que es la cuota que debe pagar por atreverse a hacer el bien nen medio de los suyos.

Tengo sed, exclama aquel que le habló del agua que salta hasta la vida eterna a la samaritana. Ahora no la tiene cerca para que le saque agua del pozo. ¿Quién sabe dónde estará? Minutos más tarde, luego de que el soldado romano le hunda la lanza en su costado, manará lo poco que le queda de sangre y agua en su cuerpo: de allí nacerán los sacramentos y la misma Iglesia a la que pertenecemos… Lo curioso es que quien pide agua, dará el agua necesaria para alcanzar la salvación.

Desde el sentimiento profundo de su cuerpo que pide se le calme la sed, el Redentor experimenta otro sentimiento no menos fuerte: la soledad. Ha sido abandonado. Los suyos huyeron, por miedo o por vergüenza. Solo quedan algunas mujeres en torno a la Madre y el consecuente Juan. La soledad es tan grande que le llega a reclamar a su Padre ante quien siente también abandono: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Mucha gente lo siguió porque era capaz de multiplicar los panes, o porque disfrutaban oyéndolo en sus enseñanzas… mucha gente lo buscó para que les sanara o les diera un consuelo. En todo momento, el mismo Maestro les hablaba de su Padre… incluso llegó a decir que verlo a Él era ver a su Padre, con quien formaba una misma cosa… Ahora está solo ante la muerte que le acosa. Aquellos que lo seguían y buscaban no estaban allí. Y diera la impresión que el Padre Dios también se olvidó de Él. Por eso exclama: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?

Sin embargo, a pesar de la extrema soledad, como la de todo moribundo a minutos de su paso a la eternidad, el Padre no lo ha abandonado. La angustia que le había sobrecogido en el huerto de los Olivos parecía volver ante Él… Y aunque se sienta solo, sabe que está cumpliendo la voluntad del Padre Dios, es decir la salvación de la humanidad. El sabe bien que debe entregarse como víctima; Él bien sabe que su Padre la está recibiendo en sus manos; Él sabe bien que allí está entregando en soledad y pobreza de ese momento su propia vida para salvar a la humanidad; Él bien sabe que está llegando al momento más supremo de su vida terrena, precisamente rebajándose y perdiendo todo privilegio, para enriquecer con su entrega la pobreza de una humanidad necesitada de redención… al experimentar todo esto le recuerda al Padre que toda su vida la entrega para cumplir su voluntad. Es lo que quiere decir cuando exclama Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?

Sed y soledad son, para Jesús, unos sentimientos con los que puede experimentar la compasión con los suyos. En esas palabras y en esos sentimientos, asocia la sed, el hambre, los dolores y la soledad de tantos hombres y mujeres que sufren o experimentan los embates del mal y del pecado. Jesús se hace solidario y aún en medio de la soledad, se identifica con todos al pedir sed y al reclamarle a su Padre que no lo abandone…

B.
Tanto los miembros del pueblo sacerdotal como los que han sido elegidos para el ministerio sacerdotal dentro de la Iglesia, al identificarse con Cristo hacen suyas estas palabras de compasión sacerdotal. Por eso, cada sacerdote y cada creyente debe exclamar tengo sed. Sí, hay una sed inmensa de justicia. No hay sino que ver a nuestro alrededor todo lo que sucede: presos sin sentencias, asesinatos por encargo, pobreza moral que crece, niños y jóvenes atrapados en las redes de la droga y del vicio… Es la sed de justicia que reclama tanto nuestra sociedad, ante la cual se le dan pócimas amargas que lejos de calmar alargan la necesidad de atención.

Frente a todo esto, amplios sectores de la humanidad, quizás muchos de ellos cercanos a nosotros, se sienten solos. Quizás obnubilados por las candilejas del consumismo o del materialismo, o por la propuesta de falsos paraísos… Hay una soledad por todo lo alto. No valen los medios de comunicación social que, lejos de unirnos, llegan a dividirnos por criterios y opiniones, por propuestas de violencia e inmoralidad en sus programaciones… Todo sacerdote y todo miembro del pueblo sacerdotal, si de verdad está identificado con la gente a la que está llamada a ofrecer sus propias vidas como hostias agradables a Dios, sencillamente tiene que sentir el clamor de todos los que dicen Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?

Tengo sed, exclaman los niños abandonados por sus padres, las madres que ven perderse a sus hijos en la droga, el sicariato y la violencia, los jóvenes que pierden la ilusión de un futuro próspero, los ciudadanos golpeados por una delincuencia sin freno… Lo mismo exclaman tantos hombres y mujeres honestos que no encuentran respuesta cierta a sus esperanzas, sencillamente porque predomina el deseo de venganza y de odio, o la corrupción que se hace presente en todos los ámbitos públicos y privados… Lo mismo exclaman los hijos que no logran nacer porque son abortados; los que son secuestrados y vendidos al mejor postor; o los que son corrompidos envenenados por propuestas inmorales que conducen a la prostitución a la homosexualidad y a la descomposición moral…

Todos ellos deben encontrar en la Iglesia, pueblo sacerdotal, el eco de sus clamores. Y aunque sientan abandono y soledad, debe recibir la caricia de la solidaridad y de la compasión para que puedan levantar su cara con dignidad. En los momentos difíciles que atraviesa la humanidad, sencillamente, la Iglesia y los sacerdotes, dentro de ella, deben ser como luces que iluminan el camino. Con su compromiso de comunión y con su responsabilidad evangelizadora, deben hacer sentir la fuerza del amor misericordioso de Dios… así podrán exclamar con la certeza de tener a Dos cerca Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?

El pueblo sacerdotal –identificado a Cristo Sumo y Eterno sacerdote- y en él, los ministros del Señor, deben tener los mismos sentimientos de Cristo. De estas palabras en la Cruz han de aprender que se debe tener compasión sacerdotal. Tener compasión no es sentir lástima. Esta no es una actitud ni humana ni cristiana. Tener compasión es compartir el sufrimiento, el dolor… pero no como si se soportara una carga inútil. Todo lo contrario, más bien con el sentido de fuerza que da el actuar en el nombre del Señor. Tener compasión es compartir el dolor, pero para superarlo. Es asumir las soledades de los demás, pero para convertirlas en comunión y en solidaridad.

Entonces, cuando la gente exclame tengo sed, ese pueblo sacerdotal hace suya la sed… para saciarla y no con vinagre, sino con el agua que salta hasta la vida eterna. Entonces, cuando la gente siente la soledad y no encuentra a Dios por ninguna parte, ese pueblo sacerdotal hace suya la exclamación Dios míos, Dios mío ¿por qué me has abandonado? no para hundirnos en la desesperanza, sino para buscar juntos al Dios de la vida y del amor que todo lo puede y que es capaz de seguir liberando a su pueblo del yugo del egoísmo y del pecado del mundo.

Tengo sed… Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?... lejos de ser un quejido, constituyen el proyecto de vida de todo sacerdote y del pueblo sacerdotal: el del Buen Pastor que salió en la búsqueda de la oveja perdida y cansada… para conducirla a los pastos seguros de la salvación… Constituyen el desafío de estar comprometidos con la construcción de la comunión entre los hombres y, particularmente la Iglesia… así podremos afirmar lo que decían los primeros cristianos: que nadie pasaba necesidad pues todo lo tenían en común… Ambas palabras, de compasión sacerdotal, nos retan… La garantía que poseemos para asumir ese reto ha sido el triunfo sacerdotal de Cristo en la Cruz.

























4. PALABRAS CON FRUTOS SACERDOTALES.

No se es sacerdote para cumplir con un oficio secular o una profesión, aunque pueda tener caracteres religiosos. Se es sacerdote para cumplir con lo que ello significa: ser profeta-pastor-santificador. Desde esta perspectiva, entonces, el sacerdote ejerce un ministerio con unas consecuencias muy concretas. El autor de la carta a los Hebreos habla del Sumo Sacerdote que se dedica a las cosas de Dios en medio de los suyos y para ser causa de salvación. En esto último se sintetiza la acción sacerdotal.

Desde la Cruz, el Señor ejerce la mayor muestra de su ser sacerdotal: como mediador entre Dios y la humanidad, ofreciendo una Víctima especial, que es su propia persona; para así, obtener un fruto: la salvación-liberación de los seres humanos. En la Cruz, algunas de las palabras que pronuncia el Señor hacen referencia a esos frutos sacerdotales que tienen que ver con la misma salvación. Son palabras sacerdotales, como las otras que pronuncia.

De hecho, la primera palabra que pronuncia Jesús en la Cruz habla de uno de los fines de la redención y ya indica el primer fruto de su misión sacerdotal: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen… Frente a quienes le han acusado y torturado y que en ese momento lo retan porque está clavado en la cruz indefenso e inmovilizado, el Señor no manifiesta ni odio ni rencor; todo lo contrario, pues pide perdón de parte del Padre. Y hasta los justifica: porque no saben lo que hacen… Quien predicó el perdón y el amor incluso a los enemigos no podía hacer menos. Por otra parte una de las consecuencias de su ejercicio sacerdotal de Buen Pastor era precisamente conseguir el perdón de los pecados. No en vano el Bautista lo presentó como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Al cumplir la voluntad del Padre, a su vez, estaba consiguiendo lo que el Padre había prometido desde antiguo: la reconciliación con la humanidad. Desde la Cruz, el sacerote y Víctima estaba consiguiendo uno de los frutos de su ministerio, expresado en esas palabras llenas de amor y compasión: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen…

Minutos más tarde, enfrenta el reto de uno de sus compañeros de suplicio, quien le increpa pidiéndole que haga venir sus huestes para liberarlo a Él y a ellos. Pero el otro compañero, a quien conocemos como el buen ladrón, le dice otra cosa. Quizás porque ha descubierto quién era aquel extraño compañero que estaba crucificado junto con ellos… entonces le hace una petición muy precisa: Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. La respuesta no se hizo esperar y está en sintonía con la primera palabra de perdón: es la palabra del premio, para lo cual se ha ofrecido como víctima suprema en el sacrificio de la Cruz. Son palabras sacerdotales que hablan de una consecuencia clara y directa: Hoy estarás conmigo en el Paraíso… Palabras que hablan de la consecuencia y del fruto de la entrega de Jesús. Todo sacrificio sacerdotal, que es un acto de mediación, quiere conseguir un fruto, una consecuencia. En sintonía con la promesa de Dios Padre, con lo que había anunciado Jesús, esta palabra está indicándonos que es cierto todo eso ofrecido por Jesús. El se había presentado como el Camino y la Verdad que conducen a la vida eterna, como la Palabra de vida eterna y el Pan también de vida eterna… No hay que esperar mucho más: en el hoy de la cruz se le ofrece al ladrón bueno y arrepentido que entrará en el paraíso, es decir en la vida eterna. Para cada uno de nosotros, esa palabra es una garantía. Jesús no tuvo que esperar siglos para que se diera lo que había ofrecido y presentado como meta. No, sino que en el mismo momento de su entrega se cumplía todo y se hacía realidad la voluntad del Padre que quería la salvación de todos. Así lo subraya la palabra sacerdotal de Cristo en la Cruz: Hoy estarás conmigo en el Paraíso…

La otra palabra de Cristo, llena de inmensa ternura y de la cual podemos sacar muchísimas reflexiones, nos habla de otro fruto sacerdotal. Jesús ve a su madre y la entrega al cuidado de Juan, el discípulo amado; y a Juan lo entrega como hijo de la Madre. Entre muchas consecuencias, esta palabra nos habla de la preocupación de Jesús por la humanidad y por eso crea un vínculo de comunión. La entrega de María a Juan como Madre y del discípulo como hijo habla de comunión en el amor. Es una figura de la comunión eclesial. La Iglesia, misterio de comunión, es fruto de la víctima sacerdotal al Padre Dios. Es lo que encierran esas palabras sacerdotales y hermosas: Mujer, he ahí a tu hijo; hijo he ahí a tu madre. Un fruto cierto de la mediación sacerdotal e la comunión entre Dios y la humanidad. Pero, en la visión de Cristo, que cambia toda perspectiva antigua, no se puede dar comunión con Dios si no hay una comunión efectiva entre los seguidores del Señor, y de ellos con los demás, seres humanos. No en vano, Jesús nos consigue la gracia de ser hijos de Dios… y como tales, somos hermanos nacidos de la Cruz. Al pedirle a Juan que cuide de su Madre, y a su Madre que lo reciba como hijo, además de todo lo que ello significa humanamente, está abriendo la nueva dimensión de la vida de los creyentes. La comunión entre todos es fruto de ese sacerdocio supremo que en la Cruz nos dio la vida nueva. Nos lo indican esas palabras pronunciadas sacerdotalmente: Mujer, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre.

B.
El pueblo sacerdotal que ha sido convocado para actuar en nombre de Cristo, así como los ministros consagrados por el sacramento del Orden sacerdotal, encuentran en estas palabras algunas luces para su actuación y su quehacer cotidiano. También lo que cada uno hace como creyente y como sacerdote debe producir frutos de salvación. No somos simples espectadores o simpatizantes de un Señor que hizo grandes prodigios: como miembros de la Iglesia formamos parte del pueblo de Dios que le al encuentro de todos para anunciar el evangelio de salvación y contagiarla a todo ser humano. Como ministros ordenados cada sacerdote debe actuar en nombre de Cristo, para ser como su Señor causa de salvación; no es un gerente o profesional de lo religioso. Es “Otro Cristo” que actúa configurado Él para la salvación de los hombres.

Tanto el pueblo sacerdotal de la Iglesia como cada ministro sacerdote son constructores de la comunión. Ellos hacen realidad lo que Jesús le pide al Padre en su oración sacerdotal: Que ellos sean uno como Tú y Yo, Padre. Es una comunión que se edifica y se proclama. El Venerable Juan Pablo II nos enseñaba que la Iglesia es continua escuela de comunión. Por eso, la palabra que Jesús dirige a María y a Juan desde la cruz inspira la actuación de cada sacerdote y de todo miembro del pueblo sacerdotal: Mujer, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre… En esa invitación a Juan a recibir y preocuparse por María, y en ese pedido a María que sea madre de Juan, se sintetiza la acción que edifica comunión eclesial. Cada uno de nosotros debe recibir a tantas “Marías” como madre; y ellas a tantos hijos como Juan. Para eso, se debe fomentar la fraternidad y el encuentro en el diálogo permanente. Así se conseguirá lograr uno de los objetivos del Pastor Bueno: hacer que todos formen una sola grey bajo un solo Pastor. Se trata de una comunión incluyente. Para Dios no hay acepción de personas solían insistir los apóstoles en sus primeros discursos evangelizadores. Tampoco en la cruz hay exclusión: Jesús entregó su vida por la salvación de todos. La Iglesia es sacramento de comunión y salvación. Ambas realidades marchan unidas de las manos. Es función y tarea sacerdotal fomentar, conseguir, sostener y promover la comunión. Es lo que Cristo nos enseñó con su palabra: Mujer, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu Madre.

Como parte de ese compromiso de crear y sostener la comunión, la Iglesia ha recibido un ministerio también de corte sacerdotal: como nos lo enseña Pablo en la segunda carta a los Corintios, ha recibido el ministerio de la reconciliación. Dicho ministerio es presentado como la nueva Creación… Para conseguirlo, nos enseña el Apóstol en la carta a los Efesios, hay que hacer como Cristo, derribar el muro de división existente y crear al hombre nuevo a imagen de Jesucristo. Reconciliar implica algo que es fundamental: el perdón. La Iglesia, pueblo sacerdotal, y los ministros sacerdotes han recibido esta tarea: salir al encuentro de todos y promover el perdón. No es otra cosa sino la derivación de aquella primera palabra del Crucificado: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen… No resulta fácil, pues todavía hay quienes siguen pensando que se debe perdonar únicamente hasta siete veces… o que hay que vengar cualquier ofensa… o destruir a quien se considere enemigo. Todo esto es triste consecuencia de no haber superado el “ojo por ojo y diente por diente”, sin haber entendido que con Cristo se ha impuesto la ley del amor. En medio de un mundo que tiene criterios antievangélicos, estando en él pero sin ser de él, los miembros del pueblo sacerdotal deben ser constructores de la paz que viene de Cristo y que pasa por el perdón de todo aquel que sea destructor del bien. La Iglesia tiene que llamar a la conversión y luchar porque se dé. Para ello, sin más condiciones que la del amor fraterno que todo lo puede y reconcilia, debe hacer sentir los efectos de aquella palabra sacerdotal del Crucificado: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen…

En esta línea, los sacerdotes y el pueblo de Dios tienen que salir al encuentro de los hermanos para garantizarles que también pueden ser partícipes de la libertad de los hijos de Dios. Con la certeza de lo que creen y viven y al acercarse a todos para brindarles la luz del evangelio, al igual que el pastor bueno va en rescate de la oveja perdida, el pueblo sacerdotal tiene que repetirle a los que van convirtiéndose hoy estarás conmigo en el paraíso… Recordemos que gracias al testimonio y entusiasmo de los primeros cristianos, eran muchos los que se unían al camino de la salvación. En especial, hay que seguir el ejemplo del Maestro quien no dudó en comer con los pecadores y los excluidos. Nunca se negó a ellos y consiguió que muchos dieran el cambio de su vida hacia su seguimiento. De igual manera, hoy más que nunca la Iglesia ha de acercarse a los que están más alejados para anunciarles el camino de la novedad de vida y salvación, y acogerlos con el abrazo amoroso que distinguió al padre de la parábola del hijo pródigo. Es mucha la gente que anhela sentir el amor de Dios mediante el gesto sacerdotal despueblo de Dios: gesto que ofrece la salvación, gesto que rescata a muchos del camino oscuro, gesto que muestra que se actúa en el nombre de Dios. Alos alejados, a los pecadores, a los excluidos por la injusticia o por el desamor, hay que hacerles sentir que ellos también pueden y deben tener un corazón abierto a la misericordia de Dios. Para ellos, la Iglesia, pueblo sacerdotal y sus ministros sacerdotes, debe hacer sentir la fuerza, la energía y la frescura espiritual de aquella palabra de Cristo en la Cruz: hoy estarás conmigo en el paraíso…










5. CONCLUSION.

Hemos meditado las siete palabras de Jesús en la Cruz desde un horizonte peculiar, aprovechando el AÑO SACERDOTAL convocado por el Papa Benedicto XVI. Hemos tenido la oportunidad de recordar que somos pueblo sacerdotal al que pertenecemos por el bautismo. Y, a la vez, que dentro de él hay ministros consagrados que se han configurado a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, para actuar en su nombre. La finalidad del sacerdocio de la nueva alianza es hacer memoria viva de un Dios hecho hombre para darnos la salvación. Esto ha supuesto, como bien lo sabeos, la donación personal de ese sacerdote y víctima a la vez.

Pero esta meditación no debería quedarse sólo en este encuentro sino que nos debe motivar a una toma de conciencia y actitud. Conciencia de nuestra participación activa en el sacerdocio común de los fieles; actitud de ser hostias vivas que nos ofrecemos al Padre para hacer realidad su voluntad de salvación para la humanidad, actuando en nombre de Cristo. Nos corresponde tomar conciencia de la importancia y necesidad del ministerio sacerdotal que se confiere a quienes han sido llamados y consagrados para ello mediante el sacramento del Orden.

Como siempre, la humanidad necesita del ejercicio de ese sacerdocio de Jesucristo, pues sigue requiriendo de su amor generoso que salva. Esto nos obliga a entender que no podemos dejar para más tarde la tarea encomendada. Nuestra gente –y nosotros mismos- está golpeada por las secuelas del pecado del mundo. No pocas veces se quieren imponer los criterios del mundo como si fueran los verdaderos y sanadores. Peor aún, se quiere presentar una nueva ética: si la mayoría lo hace, aunque no concuerde con los principios fundamentales de una conducta sanamente moral, es bueno y aceptable. Es lo que pretenden muchos medios de comunicación social al implementar corrientes de opinión que van en contra de la dignidad humana, o que atentan contra la verdadera moral. No importan los principios fundamentales, pues ellos imponen unos pocos pseudoprincipios… para manipular.

Por eso, vemos como se defienden el aborto, el matrimonio homosexual, la manipulación genética, la discriminación contra los inmigrantes, el desprecio de los que menos tienen… Con esa pseudoética que justifica el “vale todo” como senda para la actuación humana, se justifica la corrupción como algo normal y estructural de la persona humana; se alaba y celebra la caída del miro de Berlín, pero se justifica sin más el levantamiento de otros muros contra inmigrantes (que son seres humanos) o contra pueblos que luchan por su legítima supervivencia. Por esa pseudoética crece un mal concepto de sociedad del bienestar dominada por el consumismo, el revanchismo económico, el desprecio del otro y la búsqueda desaforada del poder opresor… La descomposición social se describe como destape y se pretende entender como algo normal de una sociedad que avanza a un modernismo. Más aún, a la Iglesia y a quienes deciden ir por la vía de los principios, se les acusa de anti-modernos, desfasados y perdidos en el espacio.

Frente a este mundo que mantiene vivos sus deseos de alejar de Dios a la humanidad, se presenta Jesús como la respuesta a todas las interrogantes. No sólo por su enseñanza, sino sobre todo por su Persona. El no sólo enseñó, sino que dio la vida para destruir la oscuridad; no sólo hizo el bien, sino propuso la ley del amor fraterno… y dio el ejemplo supremo al hacer la ofrenda sacerdotal de su existencia para darnos la salvación. Como enseña Pablo, para esto nos dio la liberación Jesús, para ser libres.

Las siete palabras de Cristo en la Cruz nos ayudan a descubrir muchos caminos para alcanzar y contagiar la libertad de los hijos de Dios conseguida por el Sacerdote y Víctima. Meditarlas no debe quedarse en un mero ejercicio de retórica o de atenta escucha. Más bien debe animarnos a asumir el desafío de continuar la obra de Cristo. Por eser bautizados, sumergidos en su muerte y resucitados co Él, podemos afirmar con Pablo No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí (Ga. 2,20). El mundo y la sociedad de hoy esperan nuestro compromiso, nuestro testimonio, nuestra ofrenda en nombre de Cristo. No hay que dejarlo para más tarde… Esas palabras de Cristo en la Cruz no se quedaron allí en El Calvario. Alcanzaron más plenitud con la resurrección de Cristo que rompió la oscuridad e hizo explotar la luz

Así como en la sinagoga de Nazaret, al asumir la tarea que le había encomendado el Padre con la unción del Espíritu, Jesús indicó que en su “hoy” (que se sigue prolongando en el tiempo de la humanidad) se cumplía todo eso. Con su muerte y resurrección ese cumplimiento llegó a la perfección… lo más apasionante es que nos incorporó a El para que fuéramos, a su imagen, testigos fieles del Padre salvador en medio de nuestros hermanos. Nos corresponde la palabra… Ojalá que sea como la de María: Hágase en mí según tu palabra.




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